Para que no me olvide

miércoles, 6 de mayo de 2009


A través de las ramas del inmenso carballo que casi cegaba su ventana, se hacía notar, madrugador, un día claro de verano. Desde media hora antes de las siete él ya estaba despierto, como cada mañana, veintitrés años con el mismo horario de entrada en el trabajo se habían encargado de tabular automatismos suficientes en su subconsciente y daba igual que fuera mayo o septiembre o que, como hoy, estuviese de vacaciones un veintitres de Julio de dos mil siete, el día de su cumpleaños. Un día estupendo. Deslizó la almohada hasta el suelo y poniendo las manos bajo la cabeza adivinó siluetas de animales y cosas entre los nudos y líneas que la madera dibujaba caprichosamente en el techo. Durante años fué el juego preferido de sus hijos que despues de invadir la habitación tomaban la cama por la fuerza del cariño para tras las cosquillas de rigor instalarse entre su mujer y él, siempre en el medio, adivinando formas en la madera: el osito, el tigre, el mono, el barco... Se giró sobre su lado izquierdo y acurrucó su cara junto el hombro desnudo de Raquel buscando su calor... ¡cincuenta años!

 

I

Un día se despertó en una ambulancia respirando agitadamente mientras su profesora de historia del arte, Clara, le preguntaba tomando su mano izquierda entre las suyas... “¿Aguilera -pues en el instituto le llamaban por el apellido- qué tomaste? ¿Recuerdas cuando te demayaste en el patio?”. Exámenes finales y una pastilla que lo mantuvo despierto toda la noche. De nota. Luego, ninguno más, el curso perdido y tres meses sin leer ni cansarse, dijo el médico. Entonces no era de madera si no blanco el techo de la habitación en la que soñó que sería cantor de verdades y amores eternos. Despues del éxito obtenido el día de As Letras Galegas cuando ante el pasmo de profesores y alumnos, el que tal vez fuese el alumno más timido del instituto, salió a decirles de que iba la vaina de la canción protesta, todavía prohibida.

Otro día vio la muerte más cerca cuando al tratar de ganar nadando la orilla de una isla, en el centro de un lago, en Alicante, la presintió lejana y decidió dar vuelta. Se giró pero sus piernas no respondieron, sus brazos fueron cansandose, por los nervios más que por el esfuerzo, y al fin se hundió una vez, y otra vez y una tercera de la que no hubiera salido si no fuera porque en el grupo, sin él saberlo, había una chica que trabajaba de monitora en la piscina municipal de Valencia... Ni siquiera recordaba el nombre de la chica, aunque, algunas veces, todavía la veía bajo el agua, esquivando como una anguila sus manos e impulsandolo por atrás, desde la cadera hacia la orilla. Un metro, se hubiera ahogado por un metro... ¿habrá metros para medir el pánico? –pensó. Soñaba también muchas veces con la casa de su infancia en San Roque de abajo, pero no en pasado, soñaba que su vida actual discurría en aquel pequeño piso y que su vecina, Margarita, la mujer grande y cariñosa que lo tuvo cuatro días en su casa, cuando tenía dos años, para destetarlo, le contaba sonriente... “ no sabíamos ya, si te gustaba más la leche o la sangre que le hacías en las tetas a tu madre, erás un ansioso, y con todos los dientes, cinco kilos y pico al nacer, claro, ¿cómo no ibas a comer?”.

Ahora se veía subido en una moto roja con las manos sobre el depósito, seguramente la moto de su abuelo Juán, el abuelo materno, aparcada en el patio de la casa a donde iba casi todas las tardes, en San Roque de arriba. Ahora en la moto, roja también, de su padre, con las manos en la barra del manillar, como si condujera, el aire en los ojos llorosos, aparcando en la cruz roja frente Sanidad Exterior, en el barrio de La Piedra, donde a su padre le extrajeron aquél anzuelo de faneca clavado en el pulgar. Todavía se pescaba, y bastante, en el Berbés, el puerto pesquero de Vigo y aquel día después del accidente apretó más fuerte que nunca el manillar pues le parecía que su padre estaba a punto de desmayarse.

La Montesa, el sonido de la montesa... “Ya está ahí tu padre”, y como un resorte, su madre, su hermana Marisé y él, bajaban los dos pisos de escaleras y colocaban la tabla en el descansillo. Luego todos a la vez, ¡aaauump!, el empujón para subirla. Y si llovía, secarle los cromados. Su padre parecía un aviador cuando abría la cremallera de la cazadora negra de cuero y levantaba las gafas hasta la frente.

Robaron la moto, su padre había puesto un anuncio en el Faro y su madre, Pepa, recogía las llamadas dando la información que tenía anotada en un papel junto al teléfono. Él siempre estaba atento porque soñaba conducir aquella moto y no compartía que se vendiera. El comprador vino a verla, dijo que era amigo de Rafa -hermano de Paco, su padre-, que jugaba con él al futbol en el Turista, que Paco había sido su entrenador en el Sardoma... Y su madre le dió las llaves, le ayudaron los dos a poner la tabla y bajarla del descansillo, encenderla y probarla dando una vuelta al barrio. Cuando ya no escucharon el ruido de la montesa, él subió casi de un salto las escaleras que separaban la calle Fresno, donde vivían, de la calle Nogal donde tendría que dar vuelta el supuesto amigo de Rafa. Pero no estaba, ni tampoco volvió, y él y su madre se veían y esperaban hasta que al fín, Pepa, concluyó que “como son tan amigos habrá ido hasta San Pedro”, que es donde suponía que estaba su padre tomando un vino a aquella hora.

Su madre era buena de más. Otra vez unos gitanos llamaron a la puerta para vender lencería y ella, por supuesto, los atendió con respeto. Cuando llegó Paco a comer, se los encontró a mesa puesta, encantados de tanta amabilidad y tantas cosas que les habían comprado. Los echó sin más. Mas tarde, su madre dijera que le hablaban tan deprisa que no la dejaban pensar y hacía lo que ellos querían “como si me absorbieran los sesos”, y Margarita, que había venido desde el piso de al lado le decía “¿pero no me veías a mi que te hacía señas para que los despachases? es que aveces pareces tonta Pepita, no me digas”. A mi madre nos quejabamos también de vez en cuando de la barriga y ella enseguida consentía en que nos quedásemos en cama. Una hora despues estábamos “casi” perfectamente y en condiciones de ir a Vigo a ver escaparates y escoger una milhoja en las tres luces o en La Taza de Leche. Ir a Vigo era para todos menos para su padre, una pasión solo comparable con salir a la playa los domingos. Cuando su madre estaba embarazada de las gemelas Ana y Elena, su padre, su hermana mayor, Marise, y la que lo seguía a él, Juani, disfrutaron de la Playa en Samil toda la mañana, mientras su madre, esperaba bajo los pinos, con los filetes empanados y las tortillas de patata. A la hora de comer dispusieron un mantel a la sombra de los pinos y se sentaron alrededor. Al poco rato, Juany, a la que se le pegaban los bichos, comenzó a chillar invadida de hormigas ¡hormigas por todas partes! Y mientras la atendían a ella, el hormiguero entero se ocupaba de la comida. Recogieran rapidamente cestas y nevera mientras sacudían las hormigas invasoras y acercandose hasta la carretera todavía en bañador, su padre paró un taxi y como quien escapa de la guerra le indicó al taxista desde el asiento delantero... ¡Fresno 4, segundo derecha, y rapidamente!... Con sus dos hermanas pasaron la tarde metidos en la bañera y al atardecer cenaron en el Pepe de Juán, en las mesas de fuera, viendo como los hombres lanzaban los pesados pellos buscando el corazón de la llave. Debía de ser Julio porque al día siguiente despues de avisar a toda la panda, dejaron casi sin peras de San Juán el arbol que estaba al otro lado de la carretera de Madrid, justo enfrente de la mesa que habían ocupado en el Pepe de Juán. Un día redondo.

 

II

Recuperando la posición en la cama, con las manos debajo de la nuca, volvió a decirse... “un díaredondo”. Estaba a gusto recordando momentos de la infancia, eran muchos los días perfectos que giraban en su cabeza y estaba feliz viendo como surgian desde recovecos del cerebro que creía dormidos...

Por San Roque, en agosto, nacieron las gemelas. El día antes, con su abuelo Juan y su madre, había estado subiendo a los coches de choque, que aquel año eran novedad en la fiesta. Reía sin poder explicarse como su madre podía ir con él, apoyada en el respaldo de aquellos cacharros eléctricos, casi de pie. Tenía una barriga inmensa que todos comparaban con la que al parecer tenía cuando él estaba a punto de nacer. Pero era mayor. Al día siguiente de la fiesta nacía Ana y un minuto y medio despues Elena, las cuquis, y cada una pesaba más de tres quilos. Recordó el primer día que fué a verlas con su padre, le parecieron horribles, y recordó también el llanto sin consuelo de Marisé pensando en el trabajo doble que le esperaba, la cara de ángel de Juany, que estaba encantada, a la abuela Nena que pensaba en alto sobre como se las iba a arreglar ahora su hija Pepa con tanto crío, y a su madre, en la cama, con una cuqui colgada en cada teta intentando que chuparan. Las cuquis, desde el mismo día de su nacimiento, siempre les cogieron de sorpresa. Recordó una foto de ellas en Meira, donde pasaron más de un verano, en la que se les contaban todas las costillas, decía su madre que parecían de Viafra. Por el asma o quizá por ser las pequeñas, Ana y Elena siempre fueron especiales para todos. Se vió entonces durmiendolas en las literas, cantándoles poemas de Lorca musicados para ellas. Vió también  a su padre con un libro de los que les regalara Rafael, el tío de su padre, del que no recordaba el rostro pero sí su bondad, se llamaba “Corazón” y cada noche, sus hermanas y él, esperaban a que les leyera un nuevo y enternecedor capítulo. Su padre sentado en una banqueta de formica y ellos rodeandolo sentados en el suelo. Miró de lado a su madre, escuchando también y feliz del retrato de aquella familia numerosa.

Cerró los ojos. Resonó en sus oídos el quejido del enorme eucalipto tumbado por el temporal. Lo imaginó cayendo, a cámara lenta, y pensó en gotas de sudor y protector dental lamiendo el aire tras el directo a la mandíbula de Cassius Clay, el sonido imaginado del crac del guantazo, el hueco de sorpresa del público entre el golpe y el suelo. Había dormido en la cama con su padre,  que llevó la tele a la habitación y lo despertó a la hora del combate retransmitido en directo: las tres de la mañana... ¿Seguro que quieres verlo? sino duérmete otra vez”. Sintió despues el peso del auricular negro del primer teléfono y la primera llamada de su madre a su abuela recién instalado: la reina de Inglaterra hablando con EEUU y verificando las ventajas para el futuro del invento de Edison que, poco antes, había salvado la vida de su madre multiplicando la luz de las velas con espejos robados para que pudieran operarla. Y la televisión: La perrita Marilín, el café con leche, migas y azúcar, las historias para no dormir, que su madre les dejaba ver para superar el miedo que ella misma sentía,  las especulaciones sobre la serie de Narciso Ibañez Serrador ¿Es Usted el Asesino? al que acababan buscando cada miercoles debajo de la cama, él y su hermana, antes de acostarse. También su primera bicicleta, que coincidió magicamente con la primera de casi todo el barrio. La perra, Chispa, en casa, con los cachorros y las cuquis durmiendo sobre sus tetas como en el libro de la selva. El primer seiscientos del abuelo y los turnos en el barrio para dar una vuelta en coche. La escopeta de su padre, como una tentación, sobre el armario, y la piel de zorro sobre la cama matrimonial que invadian de niños, ellos también, los fines de semana. La época de cometas, de bolas, trompo, pincho: ¡a Roma!... Asomados los tres hermanos a la ventana de la cocina Marisé les hablaba de la luna y de que en el año 2000 subirían allí en tranvía, como si nada, otra película. Y el viaje a Madrid, los asientos de tercera, el metro, el rastro, el loro, el cinerama y su primera navaja, que quedó escondida, con sus cinco años, en el tresillo de la casa de Los de las Flores: Fernando Fernan Gomez esposa e hijo visitan la capital: ¡en Madrid se ve igual de noche que de día, contaba el paleto de Paquito a sus amigos al llegar al barrio!

Recordó las avefrías del invierno y las tórtolas del verano, abellóns en primavera y castañas en otoño, muchos nombres: Nando y Paco, con él los pequeños del barrio, la lluvia, y el ventanal del rellano del segundo piso del numero 4 de la calle Fresno de San Roque de abajo, a través del cual pasaron estaciones y años y días... “porque antes llovía mucho, no hay comparación -escuchaba en el aire a su madre”.

 

III

En San Roque de arriba vivían abuelos y bisabuelos, maternos y paternos. Un barrio de casas de bajo y piso, construidas pared con pared, formando un rectángulo con los lados curvos, todas con jardín, fruta y gallinas. En una esquina la casa de su abuela Nena, en la otra la de su abuela Lola que, en una época, tuvo también cerdo. Muchas veces, con sus hermanas y amigos le traían sacos de bellotas de la dehesa del Challán, que era quién cuidaba La Finca de San Roque, donde había robles y castaños inmensos y también cerdos que más de una vez corrieron tras él y sus amigos por el Bosque -que así llamaban también a la finca. A la abuela Nena se le murió un hijo en la posguerra: Juanín y a la abuela Lola una hija Lolita. Un día, en casa de su abuela Nena, le dijeron que fuera a ver la tele al bar y supo que su bisabuela había muerto. Hasta entonces solo perros se le habían muerto y esto le dolió más. Se había acostumbrado a ver a aquella vieja barriendo las aceras, comiendo mucho y doblando servilletas con la mano, como planchándolas. No recordaba hablando a Bernarda, que contestaba con un pequeño gesto a su yerno, el abuelo Juan, si la decía algo. Pasó tanto tiempo encamada al final de sus días que en casa se escuchaba muchas veces la palabra llaga. Una vez subió las escaleras hasta su cuarto, su abuela estaba haciendo una cura a Bernarda, y vio la llaga. Le pareció que todo su brazo cabía en aquella herida. Cuando su otra bisabuela: Rosario, la andaluza, enfermó, su madre y su abuela estaban preocupadas por si encamaba y enllagaba como Bernarda. ¡Que coño con la Bernarda! decía Rosario, la granadina, y nadie podía dejar de reir. Bernarda era de Salamanca y fué a través de su recuerdo como él fue haciéndose el retrato de Castilla, del silencio, de la costumbre. Murió con casi cien años. En el barrio nadie se acordaba de ella, por vieja y porque hacía tiempo que no salía. Nadie comprendió sus lágrimas aquella tarde en que por vez primera conoció la muerte porque a nadie se lo dijo. Bernarda se había ido de su pueblo a Madrid muy joven, y debió ser feliz lejos de allí porque nunca regresó. Pensó entonces que la guerra la había devuelto a su pueblo de alguna manera y que por eso no hablaba, ¿para qué?. En Castilla no usan paraguas cuando llueve, simplemente no se sale de casa.

De las abuelas de su padre solo conoció a Esperanza y tenía de ella un recuerdo lejano, pero nunca olvidó la canción que le cantaba cuando lo subía en sus cansadas rodillas que ya no la sostenían en pié.

El tío Luís, único hermano vivo de su madre, Pepa, trabajaba en la ebanistería con su padre. Todos los días cuando llegaba a comer se metía con él hasta hacerlo llorar... “choromicas, choromicas, mira como llora ahora que viene su padre”. Luego se iban juntos a cazar palomas, con trampas, con el escopetín o a pasear en las bicicletas: Luís lo remolcaba con una cuerda, atando las bicicletas para no tener que estar esperándolo. A él le daba miedo la velocidad que cogían, pero jamás se lo dijo.

El tío Julio, hermano mayor de su padre, estaba de vacaciones en Septiembre y lo iba a buscar a casa todos los días. Visitaban el parque de Castrelos, con jardines de boj formando laberintos,  o pescaban múgeles al otro lado de la ría, en el muelle de Massó, cruzando en barco hasta Cangas, donde comían bocadillos de sardinilla o mejillones. Iban también a Baiona, paseaban las murallas, tomaban un refresco en el bar del parador nacional, lleno de banderas de países que no conocía, y se bañaban en la playa, entonces privada, que casi siempre estaba vacía y tenía aguas cristalinas. Julio toda la vida intentó que su sobrino se interesase por sus dos pasiones: el inglés, de Osford, y la guitarra, clásica; pero no lo consiguió.

Rafa, el hermano pequeño de su padre era futbolista. Siempre que podía, lo llevaba a los partidos en el autobús del equipo. Dentro del vestuario escuchaba, como uno más, las instrucciones del entrenador mientras el masajista les calentaba los musculos con linimento, un poco antes de que todos, al unísono, empezasen a esprintar sin moverse del sitio, y el ruído de los tacos de aluminio sobre la baldosa no dejase oir nada más. Rafa fué máximo goleador de todas las ligas durante años y en casa de su abuela Lola siempre comía el mejor bistec con mucha ensalada. En el cajón de la mesilla de Rafa, siempre había pastillas de vitamina C, con sabor a naranja, que a él le gustaba chupar en trozos pequeños, sintiendo el picor de las burbujas en la lengua mientras se disolvía.

Chica, la maestra, siempre estaba fuera, en algún pueblo remoto de Asturias o del interior de Galicia donde, cuando su padre cambió la moto por el primer Dos Caballos, alguna vez fueron a visitarla. A Chica, un cerdo le comió la mano izquierda siendo un bebé pero nadie notó nunca que le hiciese falta. Se acordaba de haber ido a visitarla a un pueblo de Santiago de Compostela, cerca del aeropuerto, también a Vincios y a  La Cañiza, ya mas cerca de Vigo. Las caquis, Juani y su madre estuvieran también con su tía en Corondeño, un pequeño pueblo en la montaña asturiana donde todavía se cuidaban del oso y del lobo, por ese orden. Chica le había contado como en su primer invierno allí, con las nevadas, vio el lobo bajar hasta el pueblo y husmear por las calles como si fuesen perros. Había decidido, despues de aquel primer invierno, dar clases en verano y pasar el frío en Vigo, no por miedo a los lobos, si no porque -decía- “los niños apenas vienen a clase, se mueren de frío, no hay forma de calentar la escuela”. Le vino entonces a la cabeza la imagen de Corondeño, porque muchos años despues lo había visitado con Raquel, su mujer, y habían hablado con vecinos que se acordaban de su tía la maestra. Les llevaron a ver la escuela, que era la primera casa del pueblo. Allí seguía el mapa de España, los pupitres con tintero y el bajo vacío. La señora les explicó que la maestra Esperanza trasladó la clase al piso de arriba, que estaba más caliente y era de madera, y “Total, para los niños que eran, bien cabían. !Esto antes era el fín del mundo!”. Se acordaban también del mes que allí pasaron su madre, Juany y las Cuquis -para curar el asma-, de cuando sus abuelos Juán y Nena las fueron a buscar, de cómo lloraron todos porque se iban. Allí, a Corondeño, no iba nadie nunca.

Su padre tenía tres hermanas más: Maribel, la pequeña, que recordaba siempre bajando de la furgoneta hippi de su novio Ángel, llegando de Alemania, con una minifalda pequeña, que dio mucho que hablar en San Roque de arriba, Beta, o Bebé, que se casó y se fué a vivir a Madrid para siempre, y Conchi, visita obligada las pocas veces que bajában con su madre al centro de Vigo, donde ella vivía. En su piso había una rinconera que era el lugar preferido por él y sus hermanas, estaba lleno de botes de leche en polvo que apurában golosos.

Julio Cesar era el padre de su padre, el abuelo barbudo y poco cariñoso que se reía de los jovenes periodista por confundirlo con el escritor Jose María Castroviejo. Era un hombre de costumbres. Tomaba diariamente un vaso de vino en cada comida, un huevo “frito no, friito” -decía con sorna para que no estuviese crudo- y después, se fumaba un Celtas que encendía con un mechero de gasolina que solía manchar el papel blanco del pitillo. Lo manchaba porque su abuelo,  lo recargaba en las gasolineras, con los restos de lo que en la manga quedaba despues de llenar los depositos. El abuelo Julio tenía gracia, pero siempre fué un tacaño egoista, todo lo contrario que Lola, su mujer.

La abuela Lola siempre sabía lo que él quería y por supuesto se lo daba. Recordó tardes de domingo en su casa, pelando pipas, en vez de irse a jugar con sus amigos, escuchando absorto los cuentos que su abuela inventaba para pasar la tarde. Y las canciones... “era una niña traviesa que al monte se fué a jugar y se encontró con el looobó, que la quería tragar”... La abuela Lola, todo el día en la cocina, un plato diferente para cada uno de sus hijos, que siempre protestaban, y el guevito friito de su marido devoto y franciscano al que, cuando se enfadaban, le cantaba...”si los curas y frailes supieran la paliza que van a llevar saltarían a la calle gritando, tarará, tarará, tarará”... La abuela Lola y los consejos que le daba a su yerna, Pepa, para que no se enfadara con Paco, su hijo. Lola y los zapatos que ella misma se arreglaba nada mas llegar de la zapatería ablandándolos con alcohol. La abuela Lola, ahora chillando, como loca, que le dolía un brazo y no podía soportarlo. La embolia, decían todos, y la abuela en la cama y Pepa en la cocina y Chica que se vino de asturias y Beta con Jose de Madrid y la muerte otra vez. Se acordó de su propio llanto sin consuelo tras la muerte de Lola, encerrado en la habitación de Julio, sin querer ver a nadie. Su madre había entrado al fin, y le dijo si no quería despedirse de su abuela antes de que se la llevaran. Cuando bajó, asustado, se dirigió a la sala, al ataud, levantaron la tapa, la besó entre lágrimas y juró durante mucho tiempo que le había sonreído. Intentó acordarse de alguna cara en aquella habitación donde estaba el ataud pero no fué capaz, solo que se lo llevaron, que él no quiso ir al entierro y que siguió solo, encerrado en aquella habitación oyendo sin escuchar lo que le decían todos los que subieron a consolarlo, y al final las palabras de Chica despertándolo de su egoismo, porque sus padres y todos ellos estaban igualmente desolados y que tenía que ser fuerte porque la muerte era parte también de la vida. Fué la primera vez que necesitó escribir, porque no veía reflejado su dolor en nada escrito, en ninguna canción conocida. Lo hizo a su manera, hacia adentro, utilizando la escritura como medicina, disolviendo su dolor en el tiempo que, desde entonces, concibió de otra manera.

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